Del abismo al cielo: los hombres que querían ser pájaros y en el camino hicieron negocios
El parapente llegó a la Costa Verde en los años 90, hoy lo que empezó siendo una fiebre insignificante es una epidemia que te impulsa a saltar hacia la nada.
Para los parapentistas, el único requisito es que el viento sople a más de 16 kilómetros con dirección transversal hacia el acantilado. Despegar supone literalmente saltar al abismo, arrojarse al vacío y volar. La franja costera de Lima es un lugar privilegiado, un cuarto de juegos inmenso donde se vuela alto, cerca a los edificios costaneros y del mar. Desde el niño de cinco años hasta el anciano que aún puede caminar, todos quieren volar.
Son las diez y treinta de la mañana de un sábado costero. Los principios del verano se sienten en el balcón de Lima: la Costa Verde —-los niños juegan y corren y tirando de cometas de plástico en los parques, los niños grandes conectan una especie de cables de un material de soga entre árboles y los cruzan imitando a los equilibristas de circo, los viejos toman sol observando esta alegre escena—- El acantilado es un monumento privilegiado que se eleva a más de cien metros sobre el nivel del mar: y es la cara de nuestra geografía que le sonríe al océano Pacífico: el vacío perfecto. Sobrevolando territorialmente este paisaje, entre el suelo y el infinito se encuentran los parapentes, una banda de
halcones con alas de color fosforescente que atraviesan los cielos de arriba a abajo. Se hacen llamar, íntimamente, los aviadores solitarios.
Al pie del acantilado y al costado del Parque del Amor, está plantada desde el 2005, como una palmera, una pequeña caseta que cumple las funciones de torre de control, centro de informes, y lugar de pago para los vuelos en parapente. La caseta está atendida únicamente por un hombre de acento venezolano que hace las veces de seguridad aeroportuaria, aduanas e inmigraciones, y va armado de un walkie-talkie chirriante. El venezolano de nombre Roberto Espinoza se encarga personalmente de abrir la puerta hacia la pista de despegue y aterrizaje de tu próximo vuelo en parapente. A su mando están más de ochenta asistentes, comisarios de vuelo y pilotos, todos los días.
Roberto mueve los brazos rápidamente ordenando con brusquedad una fila de personas ansiosas que se extiende desde el pie del acantilado hasta el parque. Impone respeto. La fila que recorre un camino gastado por cientos de huellas, la componen turistas afanosos, limeños en busca de adrenalina, niños y niñas juguetones, un gordo que parece bordear los cien kilos de peso y dos ancianas parlanchinas. El celular de tipo walkie-talkie que porta Roberto no para de sonar ni un minuto, chilla como un niño al que no le dan su juguete.
—-Adelante, ¿cuántos pasajeros podemos liberar? —-inquiere Germán, gritándole al aparato.
—-El límite de peso es 65 kilos —- se escucha al otro lado del aparato. El gordo no volará, pienso.
—-Por el momento, esperemos un rato más que suba el viento —-afirma una voz ansiosa al otro lado de la línea.
—-Cambio y fuera, ¡por favor, a todos los pilotos: no se amontonen en el faro, está habiendo una baja en el viento! —-chilla al aparato Roberto.
Roberto es conocido en el ambiente como ‘venezuela’, dirige toda esta orquesta con un aire experimentado, lleva más de cinco años como jefe de vuelo en Lima y pertenece a Autana, empresa venezolana que está administrando el parapuerto durante esta temporada. Por sus manos pasan más de cincuenta documentos al día que exoneran de todo tipo de responsabilidad en caso de accidente a los pilotos y a la APVL, la Asociación Peruana de Vuelo Libre por sus siglas, quien se encarga de reglamentar y supervisar el parapuerto. Desde el 2011 hay más de cien pilotos certificados con carácter de instructor y todos quieren saltar: aquí, en la sierra, la selva o el extranjero. Si el viento golpea el acantilado transversalmente a más de dieciséis kilómetros por hora se forman corrientes dinámicas —-una especie de ola de viento natural que se forma al borde de la Costa Verde—- y es
hora de saltar.
De pronto, la cola humana avanza ansiosamente como una faja transportadora que te conduce hacia el abismo, despachando —-como si fueran un ejército de soldados que marcha hacia a la guerra—- a todos los personajes que deseen volar. A un costo aproximado de s/. 240 por diez minutos, esa cola es un tremendo negocio. Como si fuera poco, la ‘pista’ aérea de la Costa Verde, como la llaman los experimentados pilotos, existe gracias a la geografía accidentada del acantilado —-única en su especie—-, que permite que los vientos golpeen la roca formando los vientos dinámicos, perfectos para volar a alta velocidad por las playas costeras de la capital del Perú y acelerar exponencialmente esta cola afanosa de futuros pasajeros.
Durante los últimos diez años han muerto tres personas y han habido numerosos aterrizajes forzosos. Y es que volar no es un juego para inexpertos. Como un ajedrecista amateur que no debe competir en las grandes ligas si no quiere hacer el ridículo, rara vez los avezados que despegan logran aterrizar. La APVL exige un número de horas de vuelo antes de obtener una licencia para volar comercialmente y cuesta alrededor de dos mil dólares sin incluir el costo del equipo, por lo que los que vuelan sin el consentimiento de la asociación lo hacen asumiendo su propio riesgo. Entre aquellos que han perecido intentando volar —-parece ser que la ambición y la adrenalina de intentar lo que pocos han logrado los posee enfermizamente—- se encuentran una danesa y un alemán pilotos
de montaña que no conocían los vientos de Lima y que creían que porque habían volado toda su vida podían despegar de donde quisieran. Terrible error. Volar les dio todo y les quitó la vida: acabaron cayendo en picada en el cementerio de los suelos.
Juan Ortiz Osorio, ‘Juanito’ entre amigos, es paracaidista de primera profesión y es diferente al resto de seres humanos. Vive la mayor parte de su vida en el aire, fue el primer hombre en saltar del acantilado de la Costa Verde en 1991, el mismo año en que fundó la primera escuela de parapente del país, llamada ‘Génesis. Por si fuera poco, fue el primer hombre en sobrevolar Machu Picchu saltando desde el mítico Huayna Picchu, incluso El Comercio estuvo ahí para registrarlo.
Sus pilotos compañeros lo molestan afirmando que su primer amor fue el cielo, pues con tan solo trece años le dio su primer beso en ala delta. Entre ellos dicen también que es un engendro entre pájaro y humano.
Juan ha practicado todos los deportes de aventura, en el aire, que uno pueda imaginar. Es muy seguro que lo hayas visto o escuchado, tal vez descendiendo en el estadio de Universitario de Deportes con una publicidad de la cerveza Cusqueña en la espalda o por la tele, recientemente, como ‘el reportero del aire’, una especie de cronista aéreo que mantiene informado a los televidentes sobre todo lo que sucede en la capital y que nosotros, los humildes y terrenales peatones, no podemos ver. Una pasión que comenzó como una palomillada desafiando hasta su familia es hoy su trabajo.
—-Yo subí a mis hijos a un parapente desde pequeñísimos. En cambio, mi padre nunca me vio volar. Hoy vivo de esto —-dice al pie del acantilado de la Costa Verde.
Desde donde hoy se ubica la caseta de la APVL, donde no había nada más que un terral y ningún edificio alrededor como los que hay ahora, recuerda que corrió lanzándose al vacío y aterrizando a la orilla del mar, hasta esas piedras negras de las playas que antaño eran de arena.
—-Siempre he tenido miedo antes de saltar, nunca lo he perdido supongo que por eso sigo volando. Me gusta sentir el miedo —-se ilusiona mientras habla y sigue.
—-Vuelo porque simplemente me encanta y no se compara con nada de lo que he sentido. Es una mezcla de libertad desconectada de la ciudad y que te permite conectarte a un parapente y en última instancia a la naturaleza. Me encanta. Quiero volar toda mi vida —-dice finalizando su historia con los ojos pegados en el cielo.
Como quien recuerda un pensamiento tras haberlo olvidado, ‘Juanito’ cuenta que junto a la Municipalidad de Lima piensa abrir en los próximos meses un nuevo parapuerto o ‘cerropuerto’ como él lo llama, que nos permita sobrevolar desde el Cerro San Cristóbal hasta el centro histórico de la capital.
—-¿Has escuchado hablar de ‘Santiago el volador’? —-pregunta invariablemente cuando habla de su vocación—-. Cuenta la historia que fue un niño de catorce años que vivió en la época de los virreyes cuando todo esto era impensable. Él le envió a las autoridades una propuesta para enviar correos sobrevolando desde el Cerro San Cristóbal hasta la Plaza de Armas.
Nuestro escritor bandera, Julio Ramón Ribeyro, publicó en 1959 la obra teatral ‘Santiago el pajarero’ cuyo personaje principal es Santiago de Cárdenas, el hombre pájaro del que habla Juan. En esta obra Ribeyro dice:
(…)Yo no entiendo de estas cosas pero dicen por allí que es usted capaz de hacer volar a los hombres (…) Toda nuestra ciencia está contenida en los filósofos de la antigüedad, nosotros no somos más que humildes glosadores dedicados a comentar e interpretar los textos inmortales. Quien intente salirse de ese sendero se precipitará de las nubes de sus quimeras en el abismo del error.
Santiago de Cárdenas sentía una obsesión por volar, lo que le hizo presentar en 1761 un memorial al Virrey Manuel de Amat y Juniet en el que solicitó licencia para realizar sus vuelos, pero todos sus intentos resultaron infructuosos —-algunos lo creyeron loco: faltaban más de cien años para la invención de los primeros aviones—-. Por la energía con la que habla, pareciera que el paracaidista Juan Osorio es la reencarnación de aquel personaje colonial. ‘Juanito el volador’.
—-Dicen que vivía enamorado de los pájaros. A él le tenemos que agradecer… —- dice y observa el sol que se ha empezado a ocultar detrás del Pacífico. Está sentado en una banca junto a la caseta. Sus compañeros pájaros se yuxtaponen con el horizonte. Él es el pájaro mayor, nuestro soñador peruano.
Son las cinco de la tarde y el sol aterriza sobre la distancia. Es la hora perfecta para volar de acuerdo a los testimonios que he podido recoger de los que han volado antes que yo, he firmado el famoso documento y soy uno más del montón, he decidido saltar. Roberto recibe mi ficha y me entrega un pasaje que debo entregar a mi piloto, Leo. Él es cusqueño y hace cinco años que vuela entre Lima y la ciudad imperial.
—-Invertí todo mi dinero para obtener mi licencia. Hoy tengo una empresa ‘Flying
Expeditions’ en el Cusco. Hoy vivo de mi devoción. Vuelo al menos cuatro días a la semana como mínimo, es mi trabajo —-cuenta con una sonrisa en la cara.
Leo, me presenta a dos asistentes que me empiezan a vestir con un equipo volador: un chaleco —-lo miro incrédulo—- por si te caes al mar, me dice entre risas el asistente, un arnés y un asiento en el que se sostendrá durante el vuelo mi trasero. Luego me engancha a Leo, que está a mis espaldas extendiendo la ‘vela’: los verdaderos pilotos le dicen al parapente vela, como buenos amantes del viento.
—-Tranquilo, no tengas miedo, te voy a explicar lo que va a pasar: vamos a tensar la vela. Lo único que tienes que hacer es correr con dirección al mar —- dice. Y entonces sucede.
De pronto despegas corriendo y de un salto al vacío. Caes en la cuenta de que estás siendo víctima de la conexión con la naturaleza y es sublime. Recuerdas los gritos de una niña que ha despegado antes que tú mientras la observabas desde la fila de personas y gritas de la misma manera. Tal vez le añades una serie de lisuras cuando notas que de un instante al otro pasas de tener un suelo de pasto frondoso debajo de tus pies a un abismo de aproximadamente cien metros de altura.
Desde este ángulo puedes sentir por qué todos los días, de 10 am a 6 pm, entre ochenta y cien personas eligen libremente despegar en parapente desde el Parque del Amor hacia el mar y a medida que sigues adquiriendo altura, la vista y los sentimientos son más certeros: confirmas que el tráfico ha tomado a Lima por asalto y que los carros se alejan como cucarachas cada vez más insignificantes, es un placer. El viento es ensordecedor, tanto que algunos pilotos utilizan unos pequeños tapones naranjas para evitar la sobre exposición a este ruido permanente pero que a ellos poco les parece importar.
Pedro Rebatta Gutiérrez es piloto de parapente profesional. Hace cuatro años dejó un negocio familiar para dedicarse intensamente a volar para competir, y actualmente se ubica en el puesto cinco del ranking nacional.
Para Pedro, volar es zambullirse en otro mundo muy distinto al que estamos acostumbrados. Vuela todos los días si es posible y vive de ello paseando por la altura a gente deseosa de conocer el cielo un poquito más de cerca. Mientras se amarra los pasadores de unas gruesas botas de trekking perfectas para un aterrizaje en cualquier superficie y se dirige a estirar las líneas de su parapente preparándose para el despegue, cuenta que de tanto volar a veces prefiere estar en el aire que en tierra.
—-Volar es parte de mi rutina, mi terapia, mi vida. No sé qué haría sino volara, cuando no vuelo me siento mal conmigo mismo —-manifiesta apasionado mientras continúa preparándose para su enésimo despegue. Ya no recuerda el número de veces que ha repetido este proceso.
—-¡Es volar hermano, es volar, sabes lo que eso significa, estás volando! —-exclama, y salta hacia el vacío.
José Carlos Rosas Zarich, también vuela mucho, tanto que vive de ello y muy bien. Tiene una situación envidiable para muchos de sus colegas y es bastante evidente. Hace cinco años se asoció con Diego Meza Cuadra, un pájaro que muy probablemente has visto surcando por los cielos de las playas de Asia o jalando publicidades por los aire desde su ‘paratrike’ —-un carrito con motor enganchado a un parapente—-. Los dos emprendedores del aire crearon una empresa de deportes de aventura que hoy funciona como holding de PeruFly, PeruKite y Action Valley. La primera es una de las escuelas pioneras del parapente en Lima con otra sede en Paracas, la segunda es una escuela de Kite Surf también en Paracas. Además, José Carlos y Diego abrieron un parque de aventuras con el bungee jump y la catapulta humana más altos de Latinoamérica. José y Diego son hombres de
negocios que comercian con la adrenalina.
—-La primera vez que salté desde este lugar estaba con ’Juanito’ y nunca imaginamos que más adelante viviríamos de esto y menos que como amigos íbamos a trabajar juntos —-dice José Rosas, y hace una larga pausa calculando sus siguientes palabras como queriendo que queden grabadas en la memoria. —-Buscamos la adrenalina, es inherente a nuestra actitud y cuando un sueño que es tu pasión se convierte en tu trabajo y te da de comer, no existe algo mejor —-sentencia.
—- Sabes, el parapente para mí es un estado mental, en el aire estás en silencio a pesar del viento que ensordece, allá arriba todo es una contradicción y tu mente está en blanco. Somos aviadores solitarios a los cuales la evolución del parapente, que al inicio fue un simple paracaídas de montaña, nos regaló nuestro trabajo y finalmente nuestras vidas, somos los aviadores solitarios —- dice, con los ojos pegados en el cielo.
Los aires que se respiran en el balcón de Lima son otros. El acantilado ha dejado de ser el mismo pero la sensación de pasar en cuestión de segundo del abismo al cielo, perdura. Y es sobre todo, muy adictiva. Esta tierra frente al mar ha prosperado y los pilotos que sembraron sus primeras semillas en esta meseta truncada ya han cosechado los frutos mucho tiempo atrás. El parapuerto ya no es más la única puerta de entrada hacia a un mundo donde los hombres juegan a ser pájaros, ahora desde cualquier altura estos muchachos con complejo de animal están en busca de cielos aún no atravesados, cielos que rugen y piden a gritos ser compartidos.